El secuestro y asesinato del empresario granadillero Raimundo Toledo el pasado mes de diciembre generó una gran consternación entre sus familiares, amigos y conocidos. Algunos han querido mostrarle su reconocimiento públicamente, como es el caso de José María Senante, que en la sección Criterios de ElDia.es escribía un artículo referido al perfil de Raimundo Toledo como empresario y emprendedor labrado a base de esfuerzo y dedicación, que con el título ‘Un buen empresario’ reproducimos:
« Es frecuente leer que este país necesita empresarios emprendedores, jóvenes capaces de tomar iniciativas con ilusión y esfuerzo. A pesar de ese dolor insuperablemente definido por un gran poeta ante la pérdida de un amigo «que por doler me duele hasta el aliento», hoy me animo a escribir de un ejemplo de buen empresario a nuestra modesta y pequeña escala insular. Un hombre que emprendió sucesivas empresas con ilusión, esfuerzo y otras cualidades, Raimundo Toledo. ‘González’, añadía él sonriente en las presentaciones.
Nació en Granadilla de Abona e hizo el bachillerato como interno en La Salle de Santa Cruz. En lugar de ir a la Universidad, acudió a las aulas de la vida en el extranjero para aprender idiomas como estudiante y currante. A finales de los 60 pocos jóvenes se aventuraban a compaginar los estudios de un idioma con los trabajos habituales de pinche. Eligió bien, nada menos que Cambridge. Pronto tuvo dos descubrimientos básicos en su vida. El previsto, el idioma inglés, que hablaría luego con fluidez, tanto para los negocios como para debatir con un escocés sobre los diferentes maltas. El otro fue inesperado, una joven gallega, Sefa, con la que enseguida compartió inquietudes. Ella le enseñó a apreciar tanto los verdes del paisaje gallego y los productos de sus rías como los ocres de su tierra chasnera y los potajes familiares.
Al cabo de un tiempo se fueron a Hamburgo. Allí repitió de estudiante y trabajador. Cuando alcanzó un aceptable nivel del alemán, convenció a Sefa para continuar su vida común en El Médano.
Y empezó cultivando semillas de flores en invernaderos que luego enviaba a Europa. ¡Le vendió tulipanes a los holandeses! Luego inició la importación agrícola: desde peras leridanas hasta ajos chilenos. Para ello contrató un puesto en Mercatenerife. Al tiempo, ayudaba a su padre en la gasolinera familiar en la carretera a El Médano. Trabajaba desde primeras horas de la madrugada hasta bien entrada la noche, lo que asumía con naturalidad.
A finales del siglo pasado abandonó la actividad importadora y emprendió nuevos negocios. Transformó la gasolinera en una de las más modernas estaciones de servicio de la isla. Creó junto a otros empresarios del sector una nueva empresa distribuidora de combustibles (Tgas). Además promovió un par de edificios en San Isidro y El Médano, e incluso hizo intentos de promotor urbanístico con el difícil aprendizaje que eso supone aquí.
Fue cofundador de una pequeña empresa constructora de obras públicas. Y volvió a poner en cultivo una pequeña finca familiar. Con esmero y cariño plantó papas, cebollas, viñas, etc. Fue sin duda su peor negocio, pero también su mayor satisfacción personal. Porque a pesar de sus muchos éxitos empresariales, él presumía de ser sólo un currante del Sur, y su frase preferida ante cualquier conflicto mercantil o urbanístico era «hazme caso, que el mago conoce…».
Deseo destacar dos aspectos de su vida. Por una parte, su generosidad solidaria con multitud de entidades, desde ONG internacionales hasta agrupaciones deportivas, recreativas y culturales de Granadilla. Y siguiendo la tradición paterna, ayudando a la Cueva del Hermano Pedro. El otro aspecto fue su afán por aprender y disfrutar en sus viajes. Admiró tanto Santa Sofía en Estambul como una pequeña iglesia prerrománica asturiana. Le impactó tanto el nuevo Berlín como La Habana Vieja. Disfrutó tanto en recorridos por bodegas riojanas como por aldeas escocesas.
Raimundo Toledo, un buen empresario, y mucho más importante, una buena persona, del que tanto Sefa como sus hijos, Pablo, Daniel y Cristina, pueden compartir y mostrar el sano orgullo de su trabajo. Y con ello intentar mitigar ese indescriptible dolor por su pérdida. Yo tampoco sé expresar con estas líneas lo irreal que resulta no disfrutar de la presencia de Mundo.
A sus amigos sólo nos queda defender su imborrable recuerdo y consolarnos con la certeza de que -allí donde esté- seguirá caminando como cualquier domingo por una rambla. Y decirle, como acaba ese poema del principio, «que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero». »