Mis tiempos del Sur (y XIV): ‘Las Vegas…Sabor a siempre’. Un entorno cuya riqueza histórica se remonta a nuestros aborígenes

16 Jul, 2022 | Colaboraciones | 0 Comentarios

Por: Emiliano Guillén Rodríguez*

(Nota: Este artículo es fiel reproducción del publicado por el periódico La Rendija en septiembre de 1996)

Desde la oscuridad de los tiempos, en el actual lugar donde se halla ubicado el caserío de Las Vegas, existió población que dejó huella de su hacer: cuevas sepulcrales o de enterramiento (ahora colgadas en la ladera, tal vez para mantener mejor guardados sus secretos de espiritual encanto), cuevas para habitación y chozas de piedra seca cubiertas con ramajes, en todas las cuales se han recogido vestigios que así lo atestiguan. Vino luego el asiento poblacional moderno, tantas veces envuelto en la leyenda que el pueblo se afana en transmitir de generación en generación, añadiendo a cada versión la belleza y fantasía que posible fuere.

Más a Las Vegas le comenzó a quedar lejos el Camino Real, la estafeta de Correos, la Carretera General del Sur y también la mar.

 

Sus pobladores dirigieron sus horizontes hacia otras metas en busca de más cómodas vidas para ellos y para sus descendientes; de ahí que podamos fácilmente tropezarnos con un buen número de familias originarias de Las Vegas dispersas por distintos lugares del territorio insular, particularmente la ciudad para los pudientes y arriesgados, y el campo para los otros sólo como lugar de paso, pues también fueron pronto abastecedores de villas, ciudades, pueblos y caseríos. Santa Cruz, La Laguna, Arafo, Chimiche, Granadilla… entre otros, algo saben de ello.

Así, tras un periodo de fructífero progreso, la localidad comienza a perder empaque viendo con desconsuelo encajar pesadas puertas a sus marcos, escuchar voces que se alejan u oír suspiros de despedida. Sin embargo esos, sus hijos, marcharon sin darle la espalda, conservando todos para sí ese amor hacia las vivencias allí acaecidas, los recuerdos de sus patios, las destiladeras y los bernegales, las travesuras infantiles, los propios trabajos del campo, sus aguas, el cantar de los canarios o los ‘pintos’, tan libre como su cielo mismo o sus propios tejados.

Ahora, apenas el agua canta para nadie, el aire pulula entre los pinos con la sonoridad natural que le caracteriza sólo para consuelo de caminantes, su molino malherido anda ciego de cereales, las techumbres -ya candadas de esperar la mano generosa que les ayude a mantenerse en pie- declinaron sobre sus salas ayer bulliciosas, dejando al descubierto su entramado vegetal, los aljibes tornaron las frescas aguas guardadas con mimo en sus entrañas por habitáculo para reptiles, el abrevadero de la calle tapió sus pilas porque animal alguno viene a profanar el cristalino brillar de sus tinas…

Pero esta generación también dejó profunda huella de su trabajo humanizante sobre estas tierras, dura labor en despedregado para aflorar del malpaís la tierra fértil que pariera el sustento, paredes de la misma roca hicieron nidos humanos casi confundidos con el pedregal. Patios frescos, corredores de madera, balconadas pobres, escaleras sencillas, portalones rematados al estilo hacendado, huertos con viñas, frutales, hierbabuena y naranjales se acurrucaron en torno a sus calles empedradas, a su ermita y a su verde campanario. Hornos para pan y para higos se dispersaron en largo trecho, obras para aguadas de aljibe o regadío y tantos otros detalles que vinieron a darle a Las Vegas ese encanto canario popular y señorial que ahora rezuma desde cualquiera de sus rincones.

En el entendimiento de que para todos los vegueros es de grande orgullo su patrimonio material y espiritual (y lo es por sobradas razones, ya que todo el conjunto constituye un auténtico libro abierto que nos permite leer sobre negrita cuanta riqueza histórica se desee), otros orgullos tan elevados también confortan a los hijos de esta tierra tales cuales son su Danza de Varas y su fiesta, eventos ambos que celebran sin interrupción año tras año unidos en piña con el corazón henchido de gozo, ilusión, amor, y con la satisfacción de sentirse ante ellos, aún si cabe, más hijos de la tierra. Sensaciones éstas que nos transmiten empáticamente a cuantos las compartimos, sintiéndonos unos y otros para siempre hermanos de sangre, raza o paternidad.

Quien les habla es uno de ellos que hasta allí viaja por la fiesta y siempre que el tiempo le brinda ocasión, para beber sobre sus rocas, para sentir entre las notas de su danza o disfrutar entrelazando sentimientos con sus mudanzas de baile saltarín.

También viajo hasta aquí, y lo confieso, salvando las distancias con con el pensamiento, para apoderarme egoístamente de cuantos sentires este trozo de patria me depara.

(* Investigador y Cronista Oficial de la Villa Histórica de Granadilla de Abona)

 

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