Mis tiempos del Sur (XI). Toponimia y Realidad (3): La ‘Cruz de las Ánimas’

1 Sep, 2020 | Colaboraciones | 0 Comentarios

Por: Emiliano Guillén Rodríguez

Dentro de la enorme riqueza toponímica que nos ofrece la Granadilla de Abona, entretengámonos en esta ocasión en descubrir éste de la ‘Cruz de las Ánimas’, tanto expresivo como que guarda en su significación toda una larga tradición popular relacionada con los entierros y con la sencilla miseria convivida por nuestros antepasados próximos.

Hasta los años treinta del pasado siglo en que la vieja carretera del sur enlaza definitivamente los pagos sitos en la medianía granadillense, los cadáveres de l@s fallecid@s en estos barrios se trasladaban hasta ‘El Pueblo’ (así llamaban al Casco de Granadilla de Abona) a lomos de mulas o camellos e, incluso, muchos de ellos fueron transportados a hombros por grupos de hombres hasta el cementerio municipal o lugar destinado a su eterno descanso, siguiendo, eso sí, el trazado del Camino Real.

Bien, por entonces, los susodichos barrios estaban dotados de un ataúd comunitario, con cargo a la municipalidad y, por supuesto, de uso público, el cual se tomaba por los familiares de la persona difunta de turno para proceder al traslado de los restos mortales hasta el Camposanto Local y luego, ya vacío, regresarlo a su lugar de costumbre a la espera de un nuevo servicio.

Este mísero y sencillo féretro se depositaba en una cueva normalmente alejada del pueblo, conocida por los lugareños como ‘Cueva del Cajón’, respetadísima y amedrentadora, muy particularmente en las oscuras noches del invierno. Se cuenta que los niños sufrían auténticos terrores en las noches en las que en el pueblo había alguna persona ‘de cuerpo presente’ pensando en ello, en el cajón por las tinieblas e incrementados, si cabe, por el ronco sonar de los truenos, el relampaguear de los rayos, el aullar de los perros y el guañar de las pardelas en las laderas próximas.

Cuando se producía el óbito, algunos hombres relacionados de cierta manera con la persona fallecida, se llegaban hasta la ‘Cueva del Cajón’ para tomarlo y conducirlo hasta el lugar donde se encontraba el/la difunt@, cuyo cuerpo colocaban delicadamente en su interior previamente amortajado con su mejor traje, alpargatas y envuelto en una sábana de inmaculada blancura que se tenía muy bien cuidada y reservada para la ocasión y, pasado ya el tiempo de velatorio, una pequeña comitiva de varones tomaba camino porteando a hombros su triste carga.

La compaña precedida por el cura partía desde la casa del/de la extint@, andando los caminos del pueblo entre sermones, rezos, oraciones y sollozos hasta el lugar tenido como punto para la definitiva separación. Allí, el cura, las mujeres y los niños se quedaban, pues a ellos les estaba vedado, por tradición, el acompañamiento hasta el cementerio en tales circunstancias. Dado que era largo el trecho y pesada la carga, a estos porteadores se les solía proveer de pan y sardinas por parte de la familia afectada para reponer fuerzas en los preceptivos descansos. Descansos éstos que se tomaban en los sitios del camino señalados con una robusta cruz de madera. A estos lugares de respiro, sea cual fuere la modalidad del traslado, se les conocía y aun en algunos pueblos se les conoce como la ‘Cruz de las Ánimas’.

Cabe señalar aquí que no siempre fue así de sencillo el rito pues en los tiempos de amarga penuria, cuando las epidemias se cebaban en muchos lugares con familia numerosa, faltos de alimentación adecuada y desconocedores de medidas profilácticas eficaces, las personas fallecidas eran abundantes y se requería el traslado de sus cuerpos en camellos, hasta de a tres por viaje, semidesnudos, en estado de extrema urgencia a veces, porque el grado de descomposición era alto y el hedor despedido insoportable, ya que se veían obligados a retenerlos varios días en sus casas, manteniéndolos con hierbas olorosas ante la imposibilidad de su acarreo debido a que las copiosas y continuadas lluvias impedían vadear los numerosos barrancos que cruzaba el camino desprovisto de pontones. Sin embargo, y a pesar de ello, nunca se planteó la necesidad de fundar cementerios locales que permitieran paliar estas gravísimas o desesperadas situaciones, tal vez por razones de índole religiosa o administrativa.

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