‘El Médano, o la lucha por conservar un enclave arenoso único en Tenerife’, de Octavio Rodríguez y José García Casanova (I)

18 Abr, 2018 | Cultura, Medio Ambiente, Sociedad | 0 Comentarios

 

‘Rincones del Atlántico’ es una publicación de periodicidad anual en formato libro-revista (29,7 x 22,5 cm.), a todo color y con una fuerte apuesta por la calidad tanto en la presentación como en los contenidos, cuyo primer número vio la luz a mediados de diciembre de 2003 y que nació como una necesidad (aunque no sin grandes dosis de trabajo, constancia y voluntad) gracias a la colaboración y participación desinteresada de muchas personas enamoradas de nuestra tierra.

‘Rincones del Atlántico’ se ocupa de la difusión del conocimiento, la valorización y la protección del paisaje (el patrimonio natural y cultural) principalmente en el medio rural, en el ámbito de las Islas Canarias (una premisa básica es que todas las islas estén presentes en cada número) y también sobre la Macaronesia (bien de manera general o particular de estos archipiélagos vecinos y hermanos) desde una perspectiva cultural, humanista, ética y constructiva, ofreciendo alternativas para un desarrollo armónico, racional y perdurable de éste, siempre desde el respeto y la mejora de nuestro medio ambiente.

‘Rincones del Atlántico’ entiende el paisaje como un bien público, como un exponente esencial de nuestra identidad y como un recurso económico de primer orden en nuestro archipiélago, por lo que defiende su cuidado y protección en la medida que ello influye directamente en nuestra calidad de vida y en la de las futuras generaciones.

El número 2 de ‘Rincones del Atlántico’ vio la luz en 2005, comprendiendo entre sus artículos uno titulado ‘El Médano, o la lucha por conservar un enclave arenoso único en Tenerife’, cuyos autores son los biólogos Octavio Rodríguez Delgado (Profesor de Botánica del Departamento de Biología Vegetal y Ecología de la Universidad de La Laguna) y José García Casanova (Técnico Superior de la Viceconsejería de Medio Ambiente del Gobierno de Canarias), que a continuación reproducimos:

« A pesar de todo, el tramo correspondiente a Montaña Roja y su entorno sigue figurando, sin lugar a dudas, entre los más excelsos parajes costeros del mediodía tinerfeño, en el que las arenas de El Médano y de La Tejita, a merced de las olas y de los alisios que las arrastran tierra adentro, alfombran los pies de este volcán, hito más sobresaliente –junto con Montaña Pelada- del litoral de Abona. 

Montaña Roja, con sus 171 metros de altura, es un soberbio cono volcánico de piroclastos basálticos, fruto de una erupción que tuvo lugar en la costa de Granadilla hace muchos milenios. Con el paso del tiempo, los fragmentos rocosos que lo forman han experimentado un proceso de oxidación que les confiere el característico color al que alude el nombre de la montaña. Desde el cese de la actividad eruptiva, las olas del océano han ido desmantelando inexorablemente su flanco austral, tallando en él abruptos cantiles de hasta cuarenta metros. Al propio tiempo, el efecto erosivo de las aguas de lluvia ha cincelado sus laderas, excavando en ellas numerosos barranquillos radiales y poco profundos. Simultáneamente, el constante flujo de arenas arrastradas por el viento ha dado lugar, tras depositarse sobre los piroclastos, a la aparición de una potente duna fósil adosada a la base sudeste de la montaña.

Una insólita riqueza biológica

La acusada aridez propia de la comarca, con precipitaciones a menudo inferiores a los 135 litros al año, se ve atenuada gracias a la húmeda influencia de la maresía, cuyo hálito contribuye también a refrescar ligeramente el clima general de esta zona. A causa de esto, las temperaturas medias anuales se sitúan en torno a 21º C. Sorprendentemente, y contra lo que cabría esperar en una localidad con suelos pobres y constantemente castigada por fuertes vientos, alta insolación, temperaturas considerables y prolongadas sequías, Montaña Roja y sus aledaños albergan una elevada biodiversidad. Prueba de ello es que el número de invertebrados que se han citado para este enclave, con una proporción notable de formas exclusivas, se cuenta por centenares, mientras que el de las aves -nidificantes o no- se eleva a 109; quizá, si tuviéramos que mencionar a alguna especie en particular, nos inclinaríamos por llamar la atención sobre el chorlitejo patinegro, ave limícola que llega a nidificar en este lugar, uno de los pocos de la Isla donde todavía se reproduce esta vivaracha criatura. Respecto a la flora, se han contabilizado 136 plantas superiores, de las cuales 29 son endémicas, amén de un considerable número de hongos, líquenes y briófitos. Pero, además del número sorprendente de especies vegetales que crecen en este lugar, conviene resaltar que, desde el punto de vista ecológico, la flora de Montaña Roja y sus alrededores reúne una serie de innegables cualidades para afrontar con éxito las adversas condiciones ambientales reinantes. 

Ciertamente, la indigencia de las precipitaciones y las elevadas temperaturas imperantes, junto a la alta salinidad del suelo, la acción del viento y la movilidad de las arenas, cuyas partículas producen un efecto de golpeteo constante, han obligado a las plantas que osan instalarse en estos peculiares ambientes a desplegar un amplio abanico de curiosas adaptaciones de supervivencia. Así, por ejemplo, para mitigar la escasez de agua y reducir su pérdida recurren a sofisticadas estrategias, como la de presentar hojas de reducida superficie, usualmente tapizadas de pelos cortos y tonos claros, que absorben el vapor de agua del aire y reflejan buena parte de la radiación solar; otras veces, la respuesta adaptativa a la sequía es la caída estival de sus hojas o, en casos extremos, su transformación permanente en espinas. Similares beneficios les reportan el extraordinario desarrollo que siempre alcanzan sus raíces, incrementando su capacidad de absorción, o el engrosamiento de sus tallos u hojas, que se comportan entonces como auténticos depósitos de reservas líquidas.

Miscelánea Histórica

Desde época prehispánica el hombre vagó por estas tierras yermas buscando pastos de invierno para sus ganados o recolectando los recursos que el mar le ofrecía para complementar su dieta. Éste era también el marco donde se disputaban reñidas pruebas de natación entre los aborígenes del menceyato de Abona, durante la celebración de los Juegos Beñesmares. 

Citada desde antiguo por navegantes y viajeros y reflejada en sus mapas por multitud de cartógrafos, Montaña Roja constituye una referencia obligada para todo aquél que haya recorrido el sur de Tenerife o surcado sus aguas costeras. Tal fue el caso del insigne marino Fernando de Magallanes quien, en compañía de Juan Sebastián Elcano y el resto de la tripulación de sus cinco naves, recaló aquí a finales de 1519, permaneciendo unos días en este fondeadero antes de continuar su épico periplo. 

Con su sobrio paisaje, no exento de seductora belleza, un halo mágico parece envolver a este sitio, inspirando leyendas como la de Peña María, recogida por la pluma de Leocadio Machado (1925) en su novela El loco de la playa. En ella se narra la historia de una desdichada mujer que, en vano, esperó junto a la orilla el regreso de su amado, acabando por transfigurarse en una gran roca que yace hoy en mitad de la ribera: 

Parece ser que en el siglo pasado, o antes, vivieron en Granadilla dos amantes, llamados Juan y María. El se embarcó para América en busca de fortuna; y ella juró esperarle permaneciendo fiel a su amor. Años más tarde recibió María una carta de Juan, en que le participaba que ya era rico y que embarcaría pronto en un buque que salía con rumbo a Tenerife, conduciendo también a otros varios indianos, que venían a terminar sus días en la tierra natal. María esperó, ansiosa, la llegada del barco; mas pasaron primero los meses y después los años sin que llegara a Canarias, ni se supiera jamás cual fue su fin.

Unos decían que una fuerte tormenta lo hizo naufragar; otros que un buque pirata lo había apresado, matando a la tripulación y pasajeros, y llevándose todo el oro que tan afanosamente habían adquirido los que llenos de ilusiones regresaban a la querida tierruca; pero lo cierto fue que María no supo más de Juan, y que poco a poco el sonroseo de su cara se fue convirtien­do en amarillez de muerte. Salía con frecuencia de su casa y marchaba a campo traviesa hasta llegar a la playa de El Médano, que entonces carecía de viviendas; se sentaba sola y como alma en pena sobre esta roca, y se pasaba los días esperando la llegada de Juan.

Acabó por olvidarse de regresar a Granadilla y por no hablar con persona alguna, llegando a decirse que se quedó muda y sólo salía de su garganta un congojoso rugido, análogo al bramar de las olas. Los pescadores le daban por lástima alguna comida y, cada vez más triste y escuálida, con la flotante cabellera completamente blanca, acabó por desaparecer, como Juan, sin que jamás aquéllos encontrasen su cuerpo ni los harapos de su traje, por lo que unos decían que el mar, piadoso y condolido, la arrastró hasta unir sus restos a los de su amante, y otros aseguraban que un trasgo encantador la convirtió en roca, que antes no existió, y que es la actual Peña María.” 

A principios de los años treinta del siglo pasado, en el suplemento del diario Hoy, Apeles M. Díaz glosaba las bellezas naturales de esta esquina insular, dedicándole párrafos como los que siguen: 

Playas de maravilla estas playas de El Médano, abiertas al aire yodado del mar y a la luz diáfana del Naciente. Oro puro el sol que las inunda, caricias de vida la brisa que las baña. Cielo sin nubes, mar azul, alegría sana, salud para los cuerpos semidesnudos tendidos sobre la arena. 

No existe allí el refinamiento y el “confort” de un balneario de moda, pero sí encontramos la paz y el reposo de una vida sencilla y apacible. Tiene sus goces peculiares El Médano, goces infantiles, de un contraste encantador, comparados con nuestros goces habituales de la metrópoli. Podemos acompañar a los bravos pescadores en sus faenas de pesca, recorrer a diario todos los arrecifes del contorno en afanosa búsqueda de mariscos y peces, subir a lo más alto de sus montañas para captar la belleza de sus paisajes bravíos, deambular por sus barrancos solitarios gustando la paz solemne de los arenales desiertos.


No es un balneario El Médano, pero sus playas no tienen rival como playas de baño. De arena finísima, brillan a los rayos solares con reflejos metálicos; es duro el piso, firme a las pisadas hasta el punto de que pasan sobre la arena camiones cargados sin dejar huella. Casi no tienen desnivel; el bañista puede caminar mar adentro, metros y más metros, sin que las aguas cubran su cuerpo. Seguridad absoluta, aguas limpias, fondo sin un pequeño guijarro. Aire siempre fresco para contrarrestar la viveza del Sol. Extensión amplísima, suficiente para que el bañista pueda aislarse a su antojo, incluso practicar el desnudismo integral. 

Belleza sobria en el paisaje marino. El Médano es un pequeño golfo formado por los arrecifes de El Cabezo y la punta de Bocinegro. Sobre ésta arranca, con su base en el mar, la Montaña Roja, miniatura del Teide. Vecinos abnegados hicieron, lomo de la montaña arriba, un buen camino hasta su cúspide, y es maravilloso el panorama que capta el excursionista que ganó el pico. Visto desde la altura del mar, allá abajo, a centenares de metros, aparece tan terso, que el sol forma reflejo sobre las aguas, exactamente igual como si fuera un espejo gigantesco. Todo el sur de la isla en relieve, con sus caseríos y pueblos colgados de las laderas. Al fondo, el Teide, asomando apenas tras la cordillera como cabeza vigilante que todo lo acecha desde su atalaya de nubes…” »

(Continuará…)

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