Por: Luis Alberto Serrano*
Me autoparafraseo con el título de mi propio cortometraje, primero con el que obtuve premio en Festivales de Cine. Me parece que, para vivir en sociedad y ser feliz, lo primero que hay que hacer es respetarse uno mismo para poder ejercer el verdadero respeto hacia los demás.
Lo que caracteriza a las sociedades avanzadas es la capacidad de organizarnos con respecto a unas normas comunes. Para eso elegimos a nuestros representantes cada cuatro años. Ellos tienen la misión de impulsar las leyes que tenemos que cumplir todos, sin excepción. Bueno, esta afirmación final daría para hacer otro artículo. Me lo apunto. Pero la teoría es esa. Todos cumplimos las normas dictadas, aunque alguna no nos guste, porque lo que conseguimos con ello es respetar al resto de la sociedad y sentirnos seguros en ella.
De ese respeto nos beneficiamos todos. Imagínense un país en el que la gente pudiera saltarse las normas que no le gustan. Ejemplos tontos: “hoy no voy a trabajar, porque no tengo ganas”, “no pago el taxi, porque si no, no me da para el cafecito”, “puedo cantar Raphael a las 2 de la madrugada, porque los tequilas me sentaron genial”. Y así, todas las que quieran. Pero no, la mayoría cumplimos las reglas porque necesitamos respetar para que nos respeten.
Con las mascarillas pasa lo mismo. Yo no comparto a los negacionistas y a los anti-mascarillas, pero respeto sus ideas mientras me respeten a mí. ¡Que dicen que no está demostrada su eficacia!, pues oye, a lo mejor hasta tienen razón. No lo sé, ni me lo cuestiono. Usar (o no) la mascarilla no es un debate de razones, es un asunto de respeto. Se ha decretado una ley que dice que tenemos que usarla. Ahí acaba la discusión. Aunque no nos guste, y juro que odio con todo mi ser tenerla que llevar en el trabajo todo el día, hay que acatar la norma por respeto a los demás. Ni siquiera cuestiono su eficacia. Si han puesto la ley es porque los que están para ello han determinado que es lo mejor para todo el conjunto de la sociedad. ¿Yo soy experto en pandemias? No. Pues entonces, tendré que hacer caso de los que sí saben.
Tengo un amigo al que apreciaba mucho (sí, en pasado). Es antisistema, pero siempre se lo respeté. Hasta le escuchaba sus alegatos conspiranoicos (por respeto). Me gustaba que él, no aceptando el sistema, se haya ido con su familia a vivir al monte. Vive de lo que cultiva y todo ecológico cien por cien. Me encanta. No aceptas a la sociedad, te apartas de ella y vives tu propia felicidad. Eso es ser consecuente. A los que no acepto son a los que se obsesionan con la manipulación del mundo, pero siguen disfrutando de sus ventajas. ¿No es un contrasentido compartir la lucha contra la explotación de pueblos esclavizados para conseguir ‘coltán’, haciéndolo por las redes sociales desde tu propio móvil que es causante de que se necesite ese mineral? Eso es cinismo en estado puro. Pero lo que no le perdono a mi amigo es que no respete que yo crea en que tengo que ponerme la mascarilla y que no quiero beber lejía (o MMS como él lo llama). Si yo respeto su forma de vida, que no me diga que soy un manipulado más y que, siendo tan inteligente, tengo la obligación de investigar “la verdad”. ¿Cuál verdad? ¿La de quién? Perdón, pero yo, la verdad de la Covid la veo diariamente en el hospital. No necesito que me la cuenten. Y, a día de hoy, todavía me fio de mis ojos.
Así es que, creas o no que sea necesaria, tienes que ponerte la mascarilla. Si no lo haces por ti, hazlo por el resto de la sociedad a la que le debes una cosa muy importante: respeto.
(* Celador de la sanidad pública, realizador de audiovisuales y espectáculos, escritor, conferenciante y contador de la realidad más cercana)